Yaumil Hernandez Gil

De Chernobyl a Fukushima: Maquinando con Yaumil Hernández
Por: Argel Calcines



 
 

El viernes 22 de abril pasado, al inaugurar la exposición Maquinaciones de Yaumil Hernández en el Palacio de Lombillo, no pude evitar recordarle a los presentes que tan sólo unos pocos días después —el 26 del mismo mes—, se conmemorarían 25 años de la catástrofe de Chernobyl.

¿Por qué forzar ese paralelo entre una sosegada muestra de pintura y aquel suceso tremendo, ya tan alejado de nuestros intereses más inmediatos?

Si el arte es una ilussio, de acuerdo con Pierre Bourdieu, cabría responder en el sentido más radical, aunque parezca un retruécano, porque “el productor del valor de la obra de arte no es el artista sino el campo de producción como universo de creencia que produce el valor de la obra de arte como fetiche al producir la creencia en el poder creador del artista”.1

De modo que yo aproveché mi posición en el campo de producción artística —como editor general de la revista Opus Habana— para imbuir a los demás de mi creencia en que existe una conexión entre el arte de este joven pintor cubano y aquella madrugada aciaga, cuando explotó el RMBK-1000 (reactor de gran potencia con canales) en la principal central electronuclear de Ucrania, entonces perteneciente a la Unión Soviética.

El primer sorprendido, por supuesto, fue Yaumil. “Son las reglas del juego”, quise apaciguarlo “bourdieunamente”, luego de advertirle que no soy crítico ni intento serlo, sobre todo si, para lograr que me consideren como tal, debo erigirme en papel de juez. Creo mucho más estimulante el ejercicio de sondear el propósito profundo que anima a cada pintor, así como estoy convencido de que toda obra artística genuina aporta en sí misma el principio de su propia percepción. Por ejemplo: “Números rojos”.

Me identifico con esa pieza, que colgaría sin reparos en la sala de mi casa, aunque no le gustara a mi mujer. Es un ser humano de espaldas, al que han enchufado los instrumentos de una caldera de la época soviética: manómetros y termostatos miden la presión (P) y temperatura (T) de su energía psíquica, a punto de tornarse el sueño en pesadilla.

“Me recuerda que soy graduado de Centrales Atómicas e Instalaciones en el Instituto Energético de Moscú”, le explicaría a mi esposa, señalando hacia los cuatro relojes. Además de la presión y la temperatura, Yaumil controla la potencia (N) como uno de los indicadores de la mente del sujeto allí representado. Así, si ese hombre sueña, pudiéramos confirmar: “Siente placer a la N potencia”. ¿Y cómo saber cuándo el placer se trueca en dolor y sobreviene la pesadilla? Mirando al indicador de nivel (H), “del nivel de obstine”, explicaría a mi mujer, aun cuando el chiste resultara contraproducente y acentuara su desagrado.

Además de provocarme esos desvaríos de ingeniero frustrado, en verdad me atrapa ese cuadro porque, junto a los demás de la serie Maquinaciones, concitan a platearme el tema de la distopías como obras de advertencia o como sátira. Por dystopia o anti-utopia, filosóficamente hablando, se entiende aquella “imagen especular de la utopía, pero que es una imagen distorsionada, porque se ve en un espejo roto”, según la definición del sociólogo hindú Krishan Kumar, una de las autoridades reconocidas en el tema.2 Dicho con mis palabras: la distopía sería a la utopía, lo que la pesadilla al sueño, para retomar la idea antes apuntada con respecto a “Números rojos”.

Me encanta ese cuadro y, mientras estuvo expuesto en la galería de Lombillo, bajé varias veces a escrutarlo. También “Recipiente”, donde el pintor ha hecho desaparecer la figura humana para dejarnos a solas con un artefacto mecánico que, increíblemente, se torna seductor a partir de un raro detalle: la claraboya —que alguien ha dejado abierta— descubre dos ranuras en el metal, y, si se mira con extrañamiento, resulta que el objeto cobra vida, recordándonos a un robot humanoide. ¿Cuál podría ser la verdadera funcionalidad de esa vasija en la sociedad industrial?, se preguntaba ese ingeniero trasnochado que aún llevo dentro, dando riendas a una suerte de libido maquinal.

Si la máquina sirvió de pretexto a los pintores surrealistas para acceder al mundo onírico —la caldera de vapor convertida en Celebes, el elefante con tarros de Marx Ernst; o la bujía de automóvil en representación de la Joven americana en estado de desnudez, de Francis Picabia, por citar sólo dos ejemplos—, en el caso de Yaumil, sus motivos “mecanomorfos” remiten a las atmósferas opresivas de Metrópolis, la célebre película de Fritz Lang, o de 1984, la novela de George Orwell, sólo que recreándolas con cierto regodeo irónico, cáustico, mordaz…

De esta manera, la alegoría expresionista de los totalitarismos —cualesquiera que fueren— es retomada por este pintor habanero, oriundo de Guanabacoa, como metáfora de la represión del individuo en la sociedad del riesgo global (Weltrisikogesellschaft), en el sentido que la define el sociólogo alemán Ulrich Beck al señalar que la complejidad, la incertidumbre y la ambigüedad son condiciones intrínsecas del paso hacia una “segunda modernidad”.3

¡¡¡Welt-risiko-gesellschaft!!!, algo así parece gritar hasta desgaznatarse el personaje de “Informe”, reducido por una sierra que le cercena el cogote. “¡Ese cuadro sí que no!”, replicaría la dama que ya conocen. Y en efecto, hay algo demasiado fuerte, violento, en esa obra; algo expresionistamente alemán que lacera al espectador, en lugar de infundirle complacencia. Porque es la parafernalia mecánica de la existencia humana la que este cubano ha decidido proyectar sobre el lienzo, aprovechando la destreza de su dibujo y el caudal de su imaginación: ¡¡¡Welt-risiko-gesellschaft!!!

Sin embargo, aquella tarde inaugural en la galería de Lombillo preferí citar a Freidrich Engels cuando afirma en su breve ensayo Sobre la autoridad, escrito en 1872: “La máquina automática de una gran fábrica es mucho más despótica de lo que han sido nunca los pequeños capitalistas que emplean a trabajadores”. Y acto seguido sostiene que las raíces del inevitable autoritarismo se hallan profundamente implantadas en el compromiso humano con la ciencia y la tecnología: “Si el hombre, a fuerza de su conocimiento y su genio inventivo, somete a las fuerzas de la naturaleza, éstas se vengan de él sometiéndolo, mientras la emplea, a un verdadero despotismo independiente de toda organización social”.4

Quise explicar que, en ese punto, Freidrich contradice a su amigo Karl Marx, quien en el volumen I de El Capital…, pero al mirar de soslayo a Yaumil, así como a las caras de los oyentes, temí que estuviera acongojándolos. Un presentador de exposiciones nunca debe aguar la fiesta, pero si lo hace, tiene que comportarse como un verdadero crítico de arte, ya sea citando a Jean François Lyotard, barruntando algo en francés y hasta orientando paternalmente al pintor en el sentido de que, viviendo en la época de la cibercultura, el óleo sobre lienzo es un soporte demasiado tradicional. Aconsejarle que debe ampliar sus posibilidades expresivas, y explorar, explorar, explorar… siempre explorar. Incluso ejemplificarle con un referente bien postmoderno —que el crítico ha encontrado ese mismo día, explorando, explorando, explorando… en Internet—; pongamos que la obra de Stelarc Orlan. Desde los años 70, ese artista australiano comenzó a hacer de su cuerpo una máquina, aprovechando las propiedades elásticas de su piel. Colgándose de unos ganchos sujetos al techo de la sala de exposiciones, con la serie Suspension, mediante el performance del body art, se proponía transmitir a los espectadores que había desafiado las leyes de la gravedad. Más recientemente se implantó una oreja en la parte interna de su antebrazo izquierdo, que tiene un micrófono y también se conecta a internet.

Pero no me imagino al corpulento de Yaumil en semejante trance, y menos en el segundo. Tampoco consigo arreglármelas como crítico de arte. Tal vez sea porque me asusta el espíritu del recientemente fallecido escritor argentino Ernesto Sábato, quien por suerte abandonó la Física Nuclear para legarnos su inmensa obra literaria, en primer lugar su novela El túnel. Me intimida la personalidad de su protagonista, Juan Pablo Castel, pintor que mata a su mujer (no su esposa, sino su amante) y zahiere peligrosamente a los críticos: “Si yo fuera un gran cirujano y un señor que jamás ha manejado un bisturí, ni es médico ni ha entablillado la pata de un gato, viniera a explicarme los errores de mi operación, ¿qué se pensaría? Lo mismo pasa con la pintura (…)”.

Artista figurativo que oscila entre el surrealismo y la parodia, Yaumil prefiere trabajar el óleo sobre el lienzo, pero en todos sus cuadros bidimensionales hay una claraboya abierta para que el espectador escape, por si acaso no entiende la humorada de su propuesta, el sutil propósito de sus “maquinaciones”, que no es otro que tramar, urdir… su propia poética personal. Y, en mi caso, esas claraboyas me conectaban con un pasaje inolvidable de juventud: Prípiat.

En esa ciudad, que debe su nombre a un río, vivían los trabajadores de la central electronuclear de Chernobyl, la cual solía acoger todos los veranos a estudiantes extranjeros del Instituto Energético de Moscú, quienes cumplían allí las prácticas de producción correspondientes a cuarto año de la carrera.

Junto a alemanes, checos, húngaros, vietnamitas y otros cubanos, pertenecí al último grupo de educandos que pudo realizar en esa central un programa de familiarización con la tecnología nuclear. De ahí que, tan sólo unos meses antes de la catástrofe, participara como si fuera un operador más en las labores de explotación del RMBK-1000.5

En aquel momento, la posibilidad de que ocurriera un accidente de ese tipo en una central atómica era considerada tan remota como la de que una persona muriera golpeada por un meteorito. Como tampoco nadie imaginó que podía ocurrir una calamidad semejante a la de Fukushima Daichi, de la cual hasta hoy poco —o nada— sabemos a ciencia cierta, aun cuando vivamos en la era de Internet.

Entonces, ¿quién controla a quién: el hombre a la máquina, o la máquina al hombre?

Gracias al Arte —así, con mayúsculas—, pude compartir con alguien esa fastidiosa interrogante en vísperas del 25 Aniversario de Chernobyl… gracias al poder creador de ese aún joven, pero talentoso artista, que es Yaumil Hernández.

NOTAS

1. Pierre Bourdieu: Las reglas del arte. Génesis y estructura del campo literario. Editorial Anagrama, Barcelona, 2002, p. 339.

2.Kumar, Krishan. Utopia and Anti-Utopia in Modern Times. Oxford: Basil Blackwell, 1 987, p.100.

3. En su introducción a World Risk Society (Cambridge: Polity Press., 1999), Beck descarta los términos operativos de “posmodernidad”, “modernidad tardía”, “era global” y hasta el de “modernidad reflexiva”, pronunciándose por una “pluralización de la modernidad” que incluye a las sociedades no occidentales en el ámbito de una “segunda modernidad, y no en el de la tradición”. Una perspectiva análoga es la de Anthony Giddens, otro de los influyentes sociólogos actuales que critica la idea de “posmodernidad” a lo Jean-François Lyotardl.

4. Friedrich Engels: “Sobre la autoridad”, Obras escogidas de Marx y Engels, tomo I, Editorial Ciencias del Hombre, Buenos Aires, 1973. Citado por Langdon Winner en su ya clásico ensayo: “¿Tienen política los artefactos?”, incluido en La ballena y el reactor. Una búsqueda de los límites en la era de la alta tecnología (Editorial Gedisa, Barcelona, 2008).

5.En 1996, en víspera de cumplirse el décimo aniversario de Chernobyl, conté esa experiencia en mi artículo “Memorias del Minotauro” que, transmitido por la Agencia Prensa Latina, donde trabajaba como periodista de Ciencia y Técnica, fue publicado en la revista Bohemia (mayo de ese año, p. 24).